sábado, 23 de noviembre de 2013
La rebelión de los blancos.
El blanco también existe. Es un vino, no un zumo ligero, afrutado, perfumado y barato; elaborado sin ambición ni orgullo; sin sabor ni cuerpo; condenado a ser ingerido joven y fresquito en el aperitivo o predestinado al anonimato de la venta a granel. Un blanco puede tener la grandeza de un tinto. Ser el resultado de uvas milenarias, originales y nobles. Estar elaborado con pasión y sabiduría. Alcanzar los mismos precios en el mercado. Y similares calificaciones de los gurús. Aspirar a la trascendencia. Y décadas después de embotellados, dar todavía mucho de sí. Asumiendo el papel de memoria viva de un lugar y una época. Solo hay que probar una copa de Viña Tondonia, uno de los top de La Rioja, 20 años envejeciendo entre la barrica y la botella, para comprenderlo.
La prueba más evidente de ese paso adelante en el prestigio de los blancos es el cada vez más elevado consumo que se hace de ellos en algunas regiones del planeta, principalmente en el nuevo mundo, en Australia y Nueva Zelanda, donde es mayoritario. O incluso en Reino Unido, Alemania o Estados Unidos, donde se acerca al 50%. En España, un país en el que la relación de ventas frente al tinto es aún del 24%-69% (el resto corresponde al rosado), sin un Vega-Sicilia dorado cuya fama haya abierto las puertas al resto de bodegas, el blanco ha sido el hermano pobre de la viña. Y, por si fuera poco, acreedor de una extensa leyenda negra. Ese pliego de cargos se expresaba así: eran vinos inferiores y femeninos; meros teloneros de un gran tinto; provocaban ardor de estómago, dolor de cabeza, y había que tomarlos fríos para soportar sus fallos; no valían para largas crianzas; su acidez era sinónimo de defecto (cuando es la columna vertebral de su finura). Pedir un blanco en un restaurante, que no fuera cava o jerez, suponía aparecer como un profano. La sabiduría popular proclamaba su desprecio en este proverbio: “El mejor blanco, un tinto”.
En Australia y Nueva Zelanda ya se beben más blancos que tintos. En Inglaterra y EEUU la proporción se al 50%-50
Ese era el desolador panorama de nuestros blancos hasta que a finales de los noventa se inició en todo el país, de forma simultánea pero no coordinada, sin referencias, por generación espontánea, lo que la viticultora catalana Sara Pérez define como “una revolución silenciosa”. Mucha gente del vino (recién llegados con un par de hectáreas y también elaboradores de generaciones con centenares) iba a apostar con paciencia por los blancos. Desde Tenerife hasta Gipuzkoa; desde Granada hasta Ourense; desde el Pirineo leridano hasta León. Nadie sabe explicar dónde y en qué momento saltó la chispa. Era una reivindicación de lo propio. “El vino es para nosotros una obsesión, no una profesión”, define el viticultor riojano Benjamín Romeo, padre de blancos tan potentes como Qué Bonito Cacareaba, en su tierra, y Macizo, en el Garraf, en Cataluña. “Y por eso, a veces, nos movemos por criterios inexplicables, más cerca del corazón que de la cabeza”.
La clave no era forrarse, sino reivindicar un modelo; no tanto hacer grandes blancos como grandes vinos. Trabajar sin complejos. Invertir el refrán anterior y hacer que el mejor tinto fuera un blanco de guarda. “Revalorizar un patrimonio que estaba escondido”, explica Josep Roca, el vértice de la bodega dentro del triángulo de El Celler de Can Roca, el mejor restaurante del mundo, “a base de inquietud, experimentación y osadía. El resultado han sido blancos como nunca. Históricamente estaban hechos con nula ambición y orgullo. Las bodegas se planteaban su gran vino como tinto y después, a toda prisa, se hacían blancos desde la pequeñez. Hoy, una cocina fresca, pura y liviana necesita la diversidad de blancos que comenzamos a disfrutar en España”.
En ese movimiento espontáneo, la cuestión no era el color del vino; lo importante era la forma de elaborarlo. Es lo primero que ha cambiado. Utilizando todo el conocimiento atesorado en las tres últimas décadas prodigiosas del vino español y también el recuerdo de cómo se trabajaba la viña antes de que surgieran los tractores y los pesticidas. De hacerlo de una forma más íntima. Huyendo de modas. Buscando una mayor diversidad de aromas y sabores. Centrándose en el viñedo. De una manera menos intervencionista e industrial; respetuosa con la tierra; recalando en los parajes áridos y remotos donde ancestralmente brotaron las mejores uvas; produciendo menos. Y, lo que es más importante, redescubriendo uvas autóctonas olvidadas hasta su extinción por la viticultura comercial, que apostó a partir de los sesenta por plantar variedades foráneas, más fáciles de cultivar y de mayor rendimiento.
En ese movimiento espontáneo, la cuestión no era el color del vino; lo importante era la forma de elaborarlo. Es lo primero que ha cambiado.
En España, el mayor viñedo del planeta (1,2 millones de hectáreas), lo importante era el número de kilos de uva, no la calidad de las mismas. Al final iban a la misma tolva. Dos grandes viticultores, Enric Soler, en el Penedés (Barcelona), y Raúl Pérez, en el Bierzo (León), realizan la misma reflexión en torno a esas uvas que llegaron de fuera: “Para qué hacer aquí un vino con uva chardonay si nunca vas a hacer en España el mejor chardonay del mundo. Hoy, en los mercados, se apuesta por la originalidad, la personalidad, la identidad. Si hacemos un blanco con godello o xarel·lo, puede ser el mejor del mundo. Y cobrarlo en consecuencia”. En los seis primeros meses del año, España ha exportado vino por valor de más de mil millones de euros, frente al descenso del consumo nacional, estancado en 15 litros por habitante (en comparación a los más de 40 de Francia o Italia). Vender diferencia no parece una mala estrategia para salir adelante.
De esa fiebre por recuperar ha surgido la reivindicación de uvas tan ancestrales como las verdejo, godello, treixadura, albariño, loureiro, macabeo, xarel·lo, picapoll, garnacha, viura, malvasía, maturana o turruntés, denostadas durante el desarrollismo. Que han dado vida a unos vinos blancos tan dispares como los que surgen de cada zona climática de la Península (los continentales, con fibra y cuerpo; los mediterráneos, opulentos y florales, y los atlánticos, frescos y equilibrados). Vinos con las notas distintivas de cada altura, orientación, composición del suelo, fauna, flora, levaduras autóctonas y añada. Vinos con alma.
Los nuevos blancos españoles, y también los escasos grandes clásicos que pocos conocían (y pagaban), han salido del armario. Han llegado para quedarse. Son caros, algunos alcanzan 200 euros fuera de España; tienen tiradas limitadas y hay bofetadas para hacerse con ellos. Este es el diario de un viaje en busca de esa mina de oro.
Adentrarse en la provincia de Valladolid supone adentrarse en Rueda, la tierra de la verdejo; la denominación de origen con la mayor cuota de mercado de los blancos que se consumen en España
Partimos del centro. Sorteamos Segovia y Ávila, donde comienzan a surgir blancos tan interesantes como los de Daniel Landi o el verdejo Ossian. Adentrarse en la provincia de Valladolid supone adentrarse en Rueda, la tierra de la verdejo; la denominación de origen con la mayor cuota de mercado de los blancos que se consumen en España, el 36%, seguido por Rías Baixas, con menos de un 12%, y el Penedés y La Rioja, con un 8% respectivamente. Cuando se constituyó esta denominación, en 1980, disponía de 250 hectáreas de viñedo. Hoy cuenta con 4.000. Hasta entonces, el verdejo se arrancaba. Hoy se venera. Su éxito comercial ha sido innegable. Sobre la excelencia de sus 60 millones de botellas habría mucho que hablar. Es la vieja fábula del vino español: del éxito a la superproducción y de ahí a la pérdida de calidad.
El terreno es polvoriento bajo un sol de justicia. Nuestra cita es en La Seca. En la finca de Didier Belondrade, un francés que llegó aquí en 1994 y cometió la locura de comprar viña, recuperar el mejor verdejo y envejecer ese vino en barrica. Lo llamó Belondrade y Lurton. Se convirtió en el más caro. Abrió un camino. Un rueda podía ser grande. Hoy sienta a su mesa a Luis Hurtado de Amézaga, Ángel Rodríguez Vidal y Ángel Calleja. Componen el completo retrato de los blancos de Rueda. El primero de ellos es la enésima generación de hurtados al frente de Marqués de Riscal; una marca mítica riojana que aterrizó en Rueda a mediados de los setenta para hacer blancos. Y perdió dinero durante 15 años hasta que se pusieron de moda. En estos momentos produce 3,5 millones de botellas y comienza a apostar por blancos más sofisticados, como Viña Montico, con uva de una sola finca. El segundo, el octogenario Rodríguez Vidal, es la memoria del verdejo. Su familia vive del vino desde el XVIII. Hoy elabora 70.000 botellas inmaculadas de Martín Sancho que exporta en su totalidad. El tercero es el enólogo de la principal cooperativa de la denominación, que produce 17 millones de botellas. Reconoce que el futuro es hacer mejores productos, más personales y menos industriales; menos exóticos y perfumados. La conclusión de los cuatro es que hay que limitar los rendimientos; no plantar viña donde nunca existió y, sobre todo, cuidar la fama del verdejo. “De lo contrario, nos vamos a comer la gallina de los huevos de oro”.
Nunca hubo grandes blancos en el Bierzo. En realidad, no hubo ni grandes blancos ni grandes tintos. Se plantaba y arrancaba y se volvía a arrancar según la cotización del mercado
De Valladolid a León. Nunca hubo grandes blancos en el Bierzo. En realidad, no hubo ni grandes blancos ni grandes tintos. Se plantaba y arrancaba y se volvía a arrancar según la cotización del mercado. Y a la cisterna. A finales de los noventa, la familia riojana Palacios Remondo (Álvaro Palacios y su sobrino Ricardo Pérez) impulsó la revolución. Entre Villafranca del Bierzo y Cacabelos visitamos a dos personajes singulares que han apostado por los blancos. El primero, afincado en San Juan de Carracedo, es francés y se llama Gregory Pérez. Llegó a la comarca en 2003. En 2007 comenzó su propio proyecto, con dos blancos de godello y doña blanca, bautizados Mengoba y Brezo. Hace 60.000 botellas. Vende el 95% fuera. “Lo hacemos todo, en la viña y la bodega, mi mujer y yo. Todo. Cuando me dicen que mi vino es caro, les contesto que vengan a ver el esfuerzo de elaborar cada botella”.
El segundo gran viticultor es Raúl Pérez, el hechicero del Bierzo, mientras vendimia en sus dominios en torno a Valtuille, su pueblo de 70 habitantes. Pérez, uno de los niños mimados de la crítica mundial, pare aquí cada año La Claudina, un blanco mítico y personal de godello, y tiene proyectos producto de su viticultura ácrata desde Galicia hasta Portugal y desde Chile hasta Sudáfrica. Nos lo volveremos a encontrar a lo largo de este viaje.
Desde León, Galicia en busca del Sil. En esta región, donde se pasó sin escalas de una viticultura centrada en el consumo familiar, donde los vinos no se embotellaban y pocas veces se etiquetaban (más allá del Palacio de Fefiñanes), a las bodegas industriales, es donde de forma más evidente se ha materializado la revolución de los blancos en todas sus denominaciones: Rías Baixas, Ribeiro, Monterrei, Ribeira Sacra y Valdeorras. En esta última se vivió la resurrección de la godello a mediados de los ochenta de la mano de la familia Guitián. Sus blancos verían la luz 10 años después. Una parte de esos Guitián serían incluso envejecidos en barrica. Lo nunca visto. Un terremoto enológico.
Atraído por aquella onda expansiva llegó hasta Ourense Rafael Palacios a comienzos de 2000. Era el padre de uno de los blancos más sorprendentes de La Rioja, Plácet. Buscaba territorios donde continuar su línea de modernidad. Hoy, en torno a la localidad de A Rúa, en Ourense, en sus pequeñas fincas colgadas sobre el río Bibei, elabora cuatro grandes: Bolo, Louro, As Sortes y O Soro. Ya son los más caros de esta tierra.
Penetramos en la Ribeira Sacra, entre el Miño y el Sil; una zona a la que da nombre su pasado monástico. En estos cañones siempre hubo viñedo
Con solo cruzar el río, penetramos en la Ribeira Sacra, entre el Miño y el Sil; una zona a la que da nombre su pasado monástico. En estos cañones siempre hubo viñedo. Se abandonó en los años calientes de la emigración durante el franquismo. Javier Domínguez, empresario textil y natural de Mendoia, se propuso hacer a finales de los noventa buenos vinos en estas laderas vertiginosas. Tenía los medios y la pasión. Empezó, como otros soñadores, comprando uva y en un garaje. Hoy, su bodega, Dominio do Bibei, en Argullo, es la más bella y humana de la zona. De ella nacen dos blancos de godello, albariño y doña blanca: Lapena y Lapola. “No había documentación ni bibliografía sobre cómo se había hecho aquí el vino ni cómo evolucionaban esas uvas. Trabajamos con prueba-error. Lo conseguimos. Nunca dejaremos este cañón”.
De camino hacia Rías Baixas, a mitad de camino de Lugo y Ourense, en Pincelo, en la orilla del Miño, y en Sabariz, en las estribaciones del Ribeiro (donde Emilio Rojo y Luis Anxo Rodríguez están reinventando con sus blancos la denominación), tenemos cita con dos mujeres. La primera se llama Esther Teixeira, tiene 77 años, lleva una sencilla bata gris y apenas ha salido de su pueblo colgado sobre el Miño. La segunda, Pilar Higuero, es malagueña, tiene 52 años y un Porsche en la puerta de su bellísimo pazo, por donde corretean los perros, las ovejas y las gallinas. A primera vista, ambas tienen poco que ver. Sin embargo, las dos están volcadas en hacer vinos blancos de una forma limpia y natural hasta el extremo. Esther fue en 2000 la primera viticultora ecológica de Galicia. Pilar la siguió en 2009. Las llamaron locas. La primera elabora Diego de Lemos. La segunda, A Pita Cega, 5.000 botellas de un vino salvaje que huele y sabe a hinojo y anís. Esther habla con sus viñas. Pilar les pone música de Haendel y Bach. Las dos resultan estar muy cuerdas.
Rías Baixas, una denominación siempre esquinada, lanzada al estrellato por la uva albariño en los noventa, contaba en 1988 con una docena de bodegas; hoy supera las 200
Meaño, entre La Toja y la Ría de Pontevedra, es la capital del Salnés, la subzona vitícola más poderosa de las Rías Baixas, una denominación siempre esquinada, lanzada al estrellato por la uva albariño en los noventa, que hoy corre el mismo peligro de macroproducción que Rueda. Contaba en 1988 con una docena de bodegas; hoy supera las 200. Rodrigo Fernández es el compañero de fatigas de Raúl Pérez (el viticultor del Bierzo) en sus juegos malabares para dar personalidad y magia a los vinos más atlánticos de España, a través de viñas viejas de variedades olvidadas. Elaboran juntos, a partir de las viñas del abuelo de Rodrigo y de otras justo a orillas del mar, sobre las que planean las gaviotas, blancos tan caros y complejos como el Sketch (envejecido bajo el Atlántico) y los Leirana, Goliardo, Cíes, A Telleira o Cos Pes. Más tarde cenaremos en La Toja, en D’Berto, con Eulogio Pomares, miembro de una de las grandes familias del blanco gallego Zárate, que elabora con albariño de fincas centenarias. Para Pomares, “hacer un buen vino supone tener una visión del mundo. Yo estoy volviendo hacia atrás, a como trabajaban nuestros abuelos. Al respeto extremo por la uva”.
Cruzamos España. Primero, Lleida, Costers del Segre, donde triunfan Ramón Cusiné y Ramón Bobet. Después, el Penedés. El océano del cava. Doscientos millones de botellas al año. Desde mediados del siglo XX, todo ha estado supeditado en este territorio a los espumosos. Los agricultores buscaban los rendimientos más altos posible de sus viñas de las tres uvas destinadas al cava (xarel·lo, macabeo y parellada), para sobreponerse al bajo precio que los grandes productores pagaban por ellas. Nunca se hicieron vinos monovarietales. Muchas tierras seculares de viña fueron replantadas con variedades foráneas y frutales. Ese panorama se encontraron en 1996 Ramón Parera y Jordi Arnan. En el municipio de Torrelavit, ambos plasmaron su sueño de hacer grandes vinos con la olvidada xarel·lo. En viñas abandonadas durante la Guerra Civil y aplicando un cultivo ecológico al máximo. “Yo quería reivindicar esta uva”, explica Parera, “trabajar de una forma austera, rústica y simple; integrar el viñedo en la naturaleza. Nos decían que la xarel·lo no envejecía bien. El fallo estaba en cómo se trabajaba el viñedo”. Jordi y Ramón producen 35.000 botellas de sus blancos Pardas y Aspriu. Muy cerca, Enric Soler nos relata una historia de amor a esta tierra y esta uva muy similar, que intenta explicar a través de su blanco Nun Vinya dels Taus, “un vino imperfecto y del que me conozco cada cepa”. Soler trabaja desde 2004 un par de mínimas parcelas que fueron de su abuelo y de donde hoy salen 2.000 botellas muy cotizadas.
El Priorato vivió a finales de los ochenta uno de los episodios más apasionantes del vino, cuando cinco iluminados lo convirtieron en uno de los puntos candentes del vino mundial
El Priorato, al sur de Cataluña, vivió a finales de los ochenta uno de los episodios más apasionantes del vino, cuando cinco iluminados (Barbier, Pérez, Palacios, Pastrana y Glorian) convirtieron una tierra de tintos imbebibles en uno de los puntos más candentes del vino mundial. Hoy, la segunda generación de aquellos padres fundadores, en la que se encuentran, por ejemplo, Esther Nin y Dominik Hubert, están llevando a cabo su particular revolución de los blancos en esas mismas terrazas del Priorato y el Montsant. Su trabajo se ha centrado en otra uva redescubierta, la garnacha blanca. Probamos con la pareja Sara Pérez-René Barbier (hijos de aquella primera generación) un despliegue de blancos locales: Dido, Venus, Nelin, Camí Pesseroles, Antagonic y Les Cousins. Después le tocará el turno a Alfredo Arribas, un arquitecto que llegó de fuera para hacer tintos en el Priorato y se enganchó a crear blancos en la vecina Montsant. Hoy elabora Trossos Sants y Tros Blanc.
Los locos del blanco tienen dos vinos riojanos de referencia, el Viña Tondonia y el Remelluri
Muchos locos del vino que hemos ido encontrando en este viaje por España nos han mencionado que su pasión por el blanco tuvo su detonante en dos vinos de La Rioja: un clásico, Viña Tondonia, y un díscolo, Remelluri. Desde Tarragona hasta Haro solo hay que seguir el Ebro. El punto final de este periplo se encuentra entre Labastida y San Vicente de la Sonsierra. La Granja de Nuestra Señora de Remelluri, con sus raíces clavadas en la alta Edad Media y sus 100 hectáreas de viñedo propio, es, posiblemente, el dominio vitícola más bello y mágico de nuestro país, con su necrópolis del siglo X, la vieja ermita y la eterna sombra del pico Toloño, que otorga frescura y un toque atlántico a sus vinos. La última cita es en este paraje con Telmo Rodríguez (miembro de la familia propietaria del lugar desde 1967), María José López de Heredia (cuarta generación de la familia al frente de Tondonia) y Jesús de Madrazo (alma de Contino, una de las marcas que dinamizó La Rioja). La emperatriz López de Heredia nos confiesa el secreto de sus blancos: “No cambiar nada en 150 años; hacer las cosas como siempre”. Madrazo relata cómo apostó por un blanco de Contino, de viura, envejecido en barrica, contra viento y marea, cuando nadie en La Rioja creía en él. Y Telmo Rodríguez, que también elabora en Rueda (Transistor y Basa), Ribeira Sacra (Gaba do Xil) y Málaga (Molino Real), explica como el blanco de Remelluri nació a mediados de los noventa de su obsesión por explicar esta tierra; por materializar en un vino el alma del lugar. “Y hoy ese blanco es el vino que mejor sigue describiendo los 10 siglos de historia de esta viña”.
Estación término. Al final, este largo viaje en busca de los grandes blancos españoles tal vez se pueda concentrar en una sola frase; la que nos dijo Pilar Higuero en los límites de Ribeiro: “Los locos abren una senda para que luego marchen por ella los cuerdos”.
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