En un mundo cada vez más globalizado como el del vino, donde un excelente cabernet sauvignon, un merlot o un syrah pueden ser de cualquier parte del mundo, consuela pensar que aún existen pequeños paraísos, con producciones muy limitadas, que aportan originalidad, exclusividad o personalidad gracias a sus variedades autóctonas y al sello que imprime el terruño. Es el caso de la isla de Mallorca, con una vitivinicultura desconocida para muchos, con excepción de los millones de alemanes que viven o veranean en la isla y se sienten partícipes de las posibilidades que ofrece la vitivinicultura.
Variedades blancas como la moll o prensal, más dedicadas a vinos frescos, o la giró ros, ultraminoritaria y con un enorme potencial de crianza, o tintas como la manto negro, extendida por todo Binissalem o parte de Plá i Llevant, las dos denominaciones de origen de la isla, que ofrece vinos corpulentos y alta graduación alcohólica; o la callet, con menos color y más baja graduación, pero con originales aromas de frutos del bosque o la fogoneu, que aguantó la filoxera gracias a su fortaleza y que está emparentada ligeramente con la francesa gamay; son ejemplo claro de lo que ofrece esta isla.
Bodegueros como Miquel Gelabert o Toni Gelabert, en Plá i Llevant; Ánima Negra o Bodegas Ribas, que trabajan bajo la etiqueta de Vinos de la Tierra de Mallorca; Bodegas Ferrer o Tianna Negre, en Binissalem hacen grande una isla con alrededor de 1.500 hectáreas y una producción de seis millones de litro aproximadamente.
Sus vinos, de carácter mediterráneo, no dejan indiferente. Aportan singularidad y distinción gracias al buen hacer de sus bodegueros y la irrupción de propietarios alemanes hacen que sus vinos sean conocidos fuera de España, especialmente en Europa central. Todo un lujo.
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